¿Dónde debemos colocar el hacha para cortar este árbol de raíz? La avaricia existe bajo varias capas de negación, condicionamiento y racionalizaciones. Es una de esas cosas que sencillamente nos cuesta trabajo entender. El amor al dinero es una parte tan integral de nuestra existencia que no la podemos ver si no sacamos tiempo para meditar, pensar y orar. Si observamos con detenimiento, la veremos "como Pedro por su casa" en nuestros corazones amantes de la riqueza.
En la parábola del sembrador, Jesús identificó dos clases diferentes de terrenos en los que cae la semilla. Él dijo: "estos son los que fueron sembrados entre espinos: los que oyen la palabra, pero los afanes de este siglo, y el engaño de las riquezas, y las codicias de otras cosas, entran y ahogan la palabra, y se hace infructuosa" (Mr. 4:18-19, cursivas añadidas). La razón por la que es tan engañosa la riqueza es que aunque necesitamos dinero para vivir, este se apodera con mucha rapidez de nuestros afectos.
En primer lugar, debemos admitir que la avaricia existe en nuestros corazones. La avaricia es difícil de detectar porque la sociedad no le asigna estigma alguno. Como peces que no pueden ver el agua, así tampoco podemos ver el monstruo que acecha en nuestro interior. Solo Dios puede ayudarnos por medio de mostrarnos nuestro pecado y darnos la motivación y el poder necesarios para vencerlo. Nos encanta oír historias acerca de mendigos que mueren en la calle por desnutrición y después de su muerte los parientes descubren que tenía miles de dólares. Decimos: "ese es el colmo de la avaricia".
En realidad muchos tenemos una sensación cálida al escuchar historias de ese estilo porque sabemos que no se trata de nosotros. Comparados a esas personas, nosotros somos la mata de la generosidad, y con nuestras propias definiciones sobre aquello que es la avaricia creemos que podemos eliminarla de nuestra vida.
Al ser descubierto un magnate de Wall Street en trampas fiduciarias que le permitirían hacerse acreedor de todavia más millones de dólares, decimos:
"eso sí que es avaricia". Nos negamos a reconocer que las sobras que colocamos en el plato de la ofrenda cada domingo también son evidencia de nuestra propia avaricia. Rehusamos admitir que nuestra propia acumulación de bienes es avaricia, así como también lo es prestar más atención al mercado de valores que a la Biblia.
También es posible que definamos nuestra avaricia en términos de prudencia, justificamos nuestra tacañería al recordar que no es el dinero sino
solo el amor al dinero la raíz de todo mal. Luego decimos que en realidad no lo amamos. Tal vez lo tratamos de conquistar, pensamos en él y nos preocupa perderlo, pero en realidad no sentimos amor por él.
Quizás no pensemos que somos avaros cada vez que no pagamos bien a quienes debemos por su trabajo, o cuando pasamos más tiempo preocupados
por nuestras finanzas que en el estudio de la Palabra de Dios. No pensamos en términos de avaricia cuando damos lo que nos sobra para apoyar las misiones y la obra de nuestra iglesia. El problema que tenemos es que no vemos la avaricia como el monstruo que es, un monstruo que se niega a morir y salir de nuestros corazones.
En segundo lugar, debemos preguntar, ¿Hasta qué punto estamos satisfechos con Dios y su provisión para nosotros? La avaricia puede tomar el lugar de Dios con mucha facilidad, por la simple razón de que hace las mismas promesas que Dios hace. El dinero dice: "si me tienes lo suficiente, prometo que nunca te dejaré ni te desampararé. Estaré contigo, no importa si la economía va para abajo o para arriba. También estaré contigo si te enfermas y al llegar a viejo".
Piense en las promesas que las riquezas representaban para el rico necio:"muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate" (Lucas 12:19). La riqueza acumulada prometió darle a este hombre una buena vida, y esa promesa suplanta la que jesús hizo a sus seguidores: "yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia" (Juan 10: 10). Dios sabe que la avaricia es un contendiente fuerte por nuestros afectos. El amor al dinero y el amor a Dios son mutuamente excluyentes. jesús habló de esa competencia en términos absolutos: "ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas" (Mateo 6:24). Dios detesta la avaricia porque Él sabe que tan pronto el dinero satisface nuestras necesidades, podemos llegar a confiar en el dinero y no en Él. Por esa razón la avaricia es, en sentido figurado, peor que un bofetón para Dios.
Pablo entendió esto muy bien al escribir: "A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna (1Timoteo 6: 1 7-19).
Todo se resume en esto: ¿suplirá Dios nuestras necesidades o no lo hará? ¿Dios satisface a los que dependen de Él, o necesitamos más dinero para estar a gusto? Pablo dice que "gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento" (1Timoteo 6:6). La elección es simple: Dios o dinero.
Libro: Siete trampas del Enemigo.
Autor: Erwin Lutzer.
Editorial Portavoz.